12.7.12

Actualizar el Concilio Vaticano II

F5: Actualizar
CVII: Concilio Vaticano II
F5 + CVII: Actualizar el Concilio Vaticano II a 45 años de su celebración (1965-2010)
 

Estamos en la era de la información. Algunos quisieran que fuera la era de la comunicación, pero en verdad sólo llega a ser la era de la información. Cuesta comunicar y cuesta comunicarse. Hay más medios para ello, pero la vida se tornó compleja, más que antaño. Y eso hace que todo el proceso comunicativo se complique hasta extremos muy sofisticados; tanto, que necesitemos tanto a un consultor en comunicación como al psiquiatra (quien se lo pueda pagar) o al médico de cabecera (con la Seguridad Social o el seguro privado, quien lo tenga).

Decíamos que estamos en la era de la información; esto ya es un avance respecto a las eras anteriores: la era de piedra, la era del hierro y la del bronce; la era de las sociedades agrícolas y la era industrial (tras la revolución agrícola). Pasó el tiempo y nos encontramos, desde hace ya algunas décadas, en la era de la información. Tiene poder quien posee más y mejor información; ya no tiene tanto poder quien posee más máquinas o máquinas más grandes; no, ya no. Ahora las empresas son más volátiles que antes, más “des-”: más deslocalizadas y más deslocalizadoras, más desmontables y más vueltas-a-montar. Y todo esto hace que las empresas sean más productivas, más competitivas y en definitiva mejores (según los criterios imperantes). Eso visto a gran escala. Si vamos a la vida cotidiana, veremos que, cada vez más, estamos rodeados de pequeños artefactos eléctricos (nevera, congelador, lavadora, tostadora, secador de pelo, TV, radio…): electro-domésticos, escrita esta palabra ya sin el guión, pues no hace falta ya explicar lo que es obvio para todo el mundo… para el que lo tiene, claro. También han ido sucediéndose otros aparatos electrónicos o una mezcla entre éstos y los eléctricos; móvil, reproductores y grabadores varios: desde los magnetofones de los años sesenta (auténticas piezas de museo) a los ya antiguos cartuchos de 8 pistas en los años setenta, pasando por los entonces novedosos radiocasetes, con aquella tan buscada doble pletina, en los ochenta; hasta la mezcla de la electrónica con la informática y la generalización de ésta en diversos ámbitos de la vida cotidiana: desde los reproductores y/o grabadores de discos electromagnéticos de 5 pulgadas y ¼, de 3 y ½ (ya desaparecidos o en peligro de extinción) hasta los más recientes: CDROM, DVD, MP3, MP4, MP5, iPod, Blue-Ray, etc., ¡algunos de los cuales, incluso, ya han empezado a caer en desuso!, porque la industria tecnológica corre que se las pela… Ayer nos manejábamos con voluminosas pantallas verdes, a las cuales después añadimos unos filtros para cuidar la vista; y manejábamos el WordPerfect 5.0 ó 5.1, con el cual la pantalla se volvía toda azul (que no sabíamos si era peor el verde fucsia o el azul chillón); y en ese programa único (antes de que se extendieran otros programas e, incluso, sistemas operativos), había una tecla que decidimos (por sufragio universal virtual y tácito) que era mágica. Esa tecla estaba en la parte superior de aquellos teclados poco ergonómicos y se llamaba “F5”. Servía para actualizar la pantalla, para tener a la vista lo último hecho hasta entonces, en el trabajo que uno estuviera haciendo pacienzudamente en su nuevo ordenador. Eso podía pasar en los ochenta, quizá antes para unos y después para otros. Pero, más o menos, digamos que por entonces quien triunfaba era el WordPerfect y, dentro de él, la tecla F5.


Previamente a estos acontecimientos que acabamos de rememorar muy sucintamente, allá por el inicio de los años sesenta, ocurría un gran acontecimiento eclesial, de la Iglesia católica, con importante repercusión en las demás confesiones cristianas y en otras religiones y de gran impacto mediático en el mundo entero. Ese acontecimiento, por primera vez, internacional (con todas sus letras) para la Iglesia fue el II Concilio Ecuménico del Vaticano, más conocido como el Concilio Vaticano II o, más breve aún, el Vaticano II (sigla: CVII). Ayer (1962) se retransmitía por televisión la apertura del CVII. Era papa Juan XXIII, hoy ya beatificado; y se reunían, por primera vez en la historia de los Concilios, 2500 obispos católicos de todo el mundo. Por primera vez, desde hacía muchos siglos, asistieron al Concilio varones no eclesiásticos -seglares- (el primero fue el filósofo francés Jean Guitton), mujeres (religiosas y seglares) y representantes de múltiples confesiones cristianas no católicas. En fin, muchas primeras veces. “Se puso una pica en Flandes”; aunque esta expresión suene ya un tanto barroca y haya que corregir la geografía y ubicar la pica en el así venido a llamar “centro de la cristiandad”: Roma. Que tras la unificación de Italia con Garibaldi y el complicado pontificado de Pío IX (hoy ya beatificado también), llegados a 1920, con los Pactos de Letrán, queda establecido uno de los países más chiquititos del mundo, el Estado de la Ciudad del Vaticano, en donde el Papa es el Rey, y los Cardenales, los príncipes. Sólo que antes iban a caballo o en carroza y ahora en coche o en avión, según se lo puedan permitir.

Pues bien. Si juntamos ambas experiencias: la tecnológica y la eclesial, los “logotipos” resaltados anteriormente, la F5 y el CVII, el resultado es éste: F5 + CVII. Si fuera una fórmula matemática, le faltaría un igual (=); pero entendámoslo más bien como un comando u orden informática, como si se tratara de dos teclas que hay que apretar o presionar al unísono, para que cierto resultado aparezca en pantalla o para que la memoria física (el disco duro) del ordenador ejecute la orden enviada por este sofisticado sistema nervioso central del odenador que es el circuito electrónico, a base de chips y otros componentes que se fabrican donde la mano de obra es más barata y las leyes empresariales más libres y el peso fiscal es menor…

¿Qué ocurre? Pues que tenemos el siguiente resultado: actualizar el Concilio Vaticano II. ¿Por qué?, nos podríamos preguntar. Porque ya han pasado 45 años desde su clausura en 1965. Y vamos camino de los 50 años o medio siglo, que dicho así como que pesa más. Tiempo oportuno para revisar el tiempo presente a la luz del acontecimiento pasado, que fue el CVII, hecho y pensado para influir especialmente en el futuro de entonces. Nosotros somos ese futuro; nuestro tiempo, el presente, es aquel futuro que soñaron los Padres Conciliares (con sus peritos o especialistas em teología, con sus auditores varones y sus auditoras mujeres, con sus observadores de otras confesiones cristianas; en fin, 2500 obispos y cientos y cientos de esos otros protagonistas del CVII, amén de los técnicos variadísimos que son necesarios para la buena organización y mejor desarrollo de eventos de este calado). Algunos quisieran tener un Vaticano III ya; pero yo me pregunto: ¿acaso hemos asumido todo lo que se votó en el CVII? ¿No será tal vez prematuro pedir algo al futuro si en nuestro presente no acabamos de desarrollar unos cuantos temas muy importantes para la Iglesia? Profundicemos más en ello, no leyendo el CVII —como decía este verano el Papa Benedicto XVI— desde la óptica de la discontinuidad, sino desde la clave de lectura de la reforma en la continuidad, que parece que va dando más frutos en la Iglesia, especialmente frutos de comunión, que es lo que importa.

Fray Ignacio de la Palabra

(Escrito en 2010, cuando se cumplían 45 años de la clausura del Concilio Vaticano II.)

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