I. La prueba
Hace dos mil años, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Hoy, en el siglo XXI, el Espíritu empuja a los institutos de vida consagrada (órdenes, congregaciones, institutos seculares, sociedades de vida apostólica) al desierto. Pero en el desierto habitan las bestias inmundas —que te muerden cuando menos te lo esperas—; por el desierto también deambula, como perdido o exiliado, el demonio, que tienta —es su oficio: el tentador— a todo bicho viviente con el que se cruza en su camino tenebroso… Por eso, a nadie le apetece ir al desierto; porque al desierto no se va de paseo ni de vacaciones, sino que uno se ve empujado —por el Espíritu— a ir al desierto, lugar de la prueba, para ser probado y para forjar y filtrar —como el oro y la plata son filtrados, según el salmistas— su fidelidad, su ser-para-el-otro, fin de todo ser y, concretamente, de todo ser-cristiano. De ahí, que lo primero en la reestructuración es ser probado; no gusta, pero es así, hay que pasar por ello —purificarse—, pues «para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes», y «para venir a lo que no gustas, has de ir por donde no gustas», como escribió san Juan de la Cruz a fines del s. XVI.
II. La creatividad
Una vez que se supera la prueba, habiendo aprendido algo en su transcurso (siendo, pues, algo más sabios), el mismo que nos llevó, empujó, arrastró… al desierto —sin quererlo nosotros, aunque luego se lo agradecemos mucho, pues nos vemos transformados, renovados, resucitados…—, el caso es que el mismo de antes promueve ahora el espíritu creativo en el interior de los hombres, de modo que éstos se creen los protagonistas, los que imaginan, sueñan, inventan, crean…, cuando hay un solo Creador, que es Dios; pues, si bien es verdad que nos creó inteligentes y entendedores (con los dones de la inteligencia y del entendimiento), también es verdad que el protagonista primero y último es Él y nosotros, en todo caso, los coprotagonistas (ayudantes o antagonistas, según el caso de nuestro “sí” o nuestro “no”); algo así como lo que ocurre en todas las novelas, en donde al menos hay un protagonista y un antagonista; o como en el famoso Teatro del Mundo, de Calderón de la Barca, donde el gran protagonista es Dios, aunque nunca aparece más que con una voz en off. O también tengamos presente las películas estadounidenses, todas ellas con un final feliz. Nuestro final feliz ya está profetizado (cf. el Apocalipsis, los varios pasajes proféticos de los Evangelios, y de las cartas de san Pablo), aunque todavía no ha llegado. ¿Qué quería decir con esto? Que tras la prueba (superada), el Espíritu insufla una creatividad jamás probada, vista o conocida. Por lo que, estadísticamente hablando, todo proceso espiritual conlleva creación cultural, entendiendo “cultura” en sentido amplio: cultivar (la tierra, la persona -“una persona cultivada”, decimos-, etc.). Y comprobado está que la cultura produce más cultura[1].
III. El cambio
Cambio, cambio, cambio… Imaginemos el siguiente diálogo:
—Cambiar, ¿el qué?
—La estructura.
—¿Por qué?
—Porque la estructura anterior ha franqueado la fecha-límite de caducidad, y empieza a enmohecerse.
—¿Y por qué más?
—Porque lo que surja del cambio, sea lo que sea, resultado de toda la creatividad insuflada por el Espíritu, necesita una estructura (otra nueva) en la que apoyarse, cuya fecha de caducidad sea lejana (y no cercana o ya sobrepasada, como a veces se intenta, dejándose tentar por la cortedad de miras…).
—¿Para qué?
—Para que lo nuevo, fraguado en la experiencia de la prueba en el desierto, tenga posibilidad de futuro inmanente, es decir, futuro trascendente ya lo tiene (pues está promovido por el Espíritu), pero el futuro inmanente depende de los que viven en la inmanencia: las personas humanas (pues las personas divinas ya se pusieron de acuerdo —es un modo de decir— y encargaron a la tercera de la Trinidad que promoviera y acompañara todo el proceso de la reestructuración).
Del cambio hay que tener claro que no es un fin —nunca lo es— sino un medio, poderoso medio, que toca las mentes, las conciencias y los corazones, removiendo ideas, ilusiones y sentimientos caducos, y haciwendo surgir nuevas propuestas, intuiciones novedosas e interesantes planteamientos.
El cambio no es el actor; los actores son las personas —siempre—; “cambio” es simplemente el nombre que recibe el proceso de transformación de lo viejo (y caduco) por lo nuevo (y también perecedero, pero de vencimiento futuro, no inmediato).
Lo que ahora es nuevo será viejo y necesitará del cambio para ser sustituido por algo nuevo. Es ley de vida: nacer-morir, morir-renacer, y de nuevo… ¿La Historia es cíclica? En ese sentido sí; y con el Eclesiastés podemos decir: “Nada nuevo hay bajo el sol”. Está bien. Y sin embargo, para entonces —cuando se escribió el Eclesiastés— el Hijo (2ª persona de la Trinidad) nunca se había encarnado, y siglos después del Eclesiastés se encarnó; y los siglos, milenios y años-luz se quedaron boquiabiertos, asombrados del poder del Dios de la vida, que nos crea, nos prueba y nos recrea:
1) nos crea;
2) nos prueba;
3) nos recrea;
4) nos cambia (el corazón)…
Así que la Historia, la de Salvación (Historia Salutis) siempre es novedosa, desconocida y sorprendente. Y sigue siendo verdad el principio «nada nuevo hay bajo el sol», pues en el gen de Adán ya estaba Cristo, aunque nadie lo sabía y sólo fue conocido —por los sencillos— «en esta etapa final» (Heb 1,2). Antes de llegar «a la etapa final» de la Historia, la Iglesia, la sociedad, el mundo entero… esperan que nos reestructuremos.
[1] Cf. A.Crouch, Crear cultura. Recuperar nuestra vocación creativa. Sal Terrae, Santander 2010.
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