29.6.12

Conato de inicio de novela introspectiva


Escribo porque no sé qué hacer. Ni siquiera tengo un programa desde el inicio. Tal vez, sí, escribir lo que llevo dentro o lo que me venga en gana… sin demasiadas cortapisas (eso no significa ser vulgar).

Por qué. No sé.

Seguramente he de ocupar en algo mi pensamiento, mi mente, mi capacidad mental de pensar. O la tengo menesterosa o no hay nada que hacer: ella misma se lo toma a pecho y no para de funcionar todo el día (es decir, toda la jornada: de sol a sol o de luna a luna, da igual).

Es curioso que el impulso de ser espontáneo y natural, desenfadado, sea escribir algo vulgar (groserías, tacos, etc., que seguramente he escuchado en las películas —diría films, que suena mejor (más esnob, estaba pensando)— que he visto y escuchado —entendiendo que mirar y oír son anteriores a éstas acciones y, por tanto, más superficiales, no necesitadas de mayor atención— durante buena parte de la tarde). Me pregunto: “¿Por qué quedará esto en la consciencia? ¿Por qué sólo esto? ¿Por qué esto antes de otra cosa? Quizás sea por lo llamativo, lo que atrae la misma atención que normalmente vive descentrada o distraída o mariposeando de una a otra cosa… Quizás, solo quizás.

Un párrafo y me paro. Pretendo pensar con más detención, más cuidadosamente. Me doy cuenta en seguida del vocabulario que utilizo (a veces, repetido; otras, muy usado, común). Yo mismo me corrijo a la vez que escribo. Decido tomar esta expresión y no aquélla otra que iba a escribir. (La primera autocorrección ocurre en el cerebro creativo, en el cerebro escritor. La segunda tiene lugar en las manos que escriben con los dedos los dígitos formando un mensaje inteligible o lo que es lo mismo capaz de la inteligencia lectora. La tercera, pero no última, viene del aparato programado llamado por vocación ordenador. Puede que se den otras correcciones —quité el auto-—; podemos llamarlas externas, hasta aquí eran internas del emisor principal: del escritor.)

Ahora que lo pienso, debería escirbir la fecha de hoy. Legalmente es lunes 22 de septiembre de 2003 y ahora son las 03.23 horas del reloj inferior del portátil donde escribo. Antes de escribir, por unos segundos pensé en escribir a mano, mas como ya lo tenía encendido y el programa no usaba tono romántico, melancólico o trascendental, decidí al cabo de esos instantes que lo más efectivo y rápido era solucionar ese conato de problema —palabra clave en Occidente (¿qué es, qué será Occidente?)— que se me planteaba al inicio: escribir para quedarme tranquilo y dormir, irme a la cama sin pensar en nada concreto (que me quitara el sueño o me lo impidiera). Eso, sencillamente, no me apetecía, ya eran las dos y media pasadas, me habían instado a acostarme (“ya ves, ¿para qué?”, me preguntaba cavilando una vez más), y no quería pasar la próxima hora o fracción dándole vueltas mentales al asunto tonto y sin trascendencia. Lo peor, supongo, es trascender aquello intrascendente o pararse fuera de lo verdaderamente importante. No me gusta la tonadilla que deja, pero prefiero escribir una opinión sucinta de lo que escribo a pararme a pensar algo más y escribirlo de otro modo. A lo mejor no sé, no me da más la mollera o la morella… (Lo dicho sobre la autocorrección sirve aquí para la autocrítica. Puede ser que ésta haga a uno más independiente, libre, autosuficiente; esto explicaría algo, aunque no todo.)

Más. Pero no sé qué. Tal vez sea mejor dejar aquí la palabra.

La extrañeza de lo inesperado.
La rareza que causa la libertad.
El asombro de lo inusitado,
El reproche que ocasiona la originalidad.

La curiosidad de lo nuevo
La novedad de lo inusual
El estupor ante lo auténtico.
Son los frutos de la soledad.


I


No sé si al final habrá un “II”. Sencillamente, no lo sé. Pero vayamos a ello. (En medio de la mirada ajena es difícil inspirarse…)

La vida pasa, va adelante, no torna, se esfuma; algunos la recrean, otros la soportan, y otros más la olvidan. Lo que no tiene sentido puede adquirirlo por diferentes cauces, pero siempre tendrá un sinsentido como inicio. Me refiero a obviar la vida. Se vive o no se vive. Puede que alguno añada: o se sobrevive. Bien; ésta es una forma subrepticia de vivir. Así que volvemos a lo mismo. Embarazado, sí o no; medias tintas, para el tintero.

Lo llamativo puede distraer, pero no cambiar la vida. Si la vida pasa, lo anecdótico, aquello que hoy llama la atención y mañana no, no cuenta para nada. Por muchas copias que se venda, por muchas semanas que esté en cabeza de listas. El “hoy” es elástico; puede ser un año, o más o menos. Nuestro tiempo, sin embargo, está como revuelto, sin límites, sin puertas ni cerrojos, sin seso que lo piense o lo prediga. Es como hablar de Europa sin europeos (que es lo que se hace al eliminar las tradiciones religiosas de su proyecto constitucional, por ejemplo). Pues eso. Y que se la den a otro.

Las posibilidades —“oportunidades”, las llama cierta firma de grandes almacenes (son grandes por su estructura y pequeños por lo que almacenan)— hay que cazarlas al vuelo. Si no, pasan volando y ciento mirando… Pero hay posibilidades para todo tipo de necesidades. Posibilidades de trabajo, de ascenso, de mejora social, laboral o económica. Puedo tener posibilidades con fulano o con mengana, según me vaya el rollo. O bien, posibilidades de ataque, de retirada, de reestructuración estratégica, etcétera. De posibilidades, sí, señora, tenemos existencias. ¿Cuál quiere usted?

(Por cierto: no es futil pensar de vez en cuando. Es bueno para la salud integral e integradora, por si alguien lo dudaba.)

¿Y las personas? ¿Dónde las dejamos? ¿Dónde las tenemos? Depende. Depende del planteamiento de partida. Si usted es un hábil comerciante, a gran escala pongamos por caso, sabrá bien que el capital humano cotiza a la baja. Pocos, pero especializados. Pocos y controlados (en número), pero llenos de conocimientos. Algo así como una elite de Einsteins en diminuto. Por tanto, pocos y descontrolados; porque, ¿qué no puede hacer una mente que piense? La verdad, es para pensar.

La fuerza de la historia es algo así como la fueza de la costumbre: quien no tira es tirado por los otros. O por decir mejor: a quien no tira del carro, lo tiran de él. Así de sencillo y así de tremendo. El caso es que no hay muchos carros de los que tirar. Se van agotando. Era algo previsible, ciertamente. Mas hay quienes no se convencen ni por las buenas, oiga. ¡Hay que ver! “Lo que la democracia tiene que pasar”, me decía el portero de casa. “Y lo que ya ha pasado”, añadía la señora del primero, que los setenta ya no los cumple… Dejé a mis vecinos y al portero enfrascados en una diatriba socio-política interesante, pero ya se me hacía tarde. Me dejó pensativo, de lo cual me di cuenta en el autobús. Miraba por la ventana ensimismado y al paso de un ejecutivo deslumbrante, caí en la cuenta de que mi parada se me había pasado hacía cosa de media hora. Y el retraso iba a ser imperdonable.

Una vez llegué al laboratorio, me tomé mi tiempo para preparar los accesorios del nuevo aparato que habían traído. No era fácil la cosa. Llevaba adjunto su librito de instrucciones, como de costumbre, que no consulté para nada, como de costumbre también. En fin, acabé por dejarlo e irme a almorzar, según los cánones del acuerdo sindical que se establecieron el año pasado.

Mis preguntas no tenían fin. Realmente, la solución a todas ellas se me escapaba. Y eso me ponía nervioso. Hablaba con mis amigos frecuentemente, escribía algún que otro ensayo para desfogarme y después lo hacía trizas, todavía no sé por qué (cosas que nunca verán la luz pública; la privada ya la vieron). Hasta que resolví desdoblarme y entablar un diálogo fecundo con mi doble: mi yo con mi otro yo. Vamos, para esquizofrénicos. Pero todo el mundo no es farolero, así que me sentí muy a gusto con mi nueva profesión de varón esquizoide. Lo del laboratorio lo dejé, sólo me daba quebraderos de cabeza y no me servía para mi nuevo trabajo, más aún, me lo impedía con fuerza, porque no es lógico. Así que le di patatas fritas y al contenedor. Ahora sí que iba a gozar de veras.

        ˜               

Vuelta a la normalidad, prosigo en mi intento personal de intracomunicación o comunicación en el interior. (¡Ay!, palabra equívoca esa.) Un interior es como otro, aunque supongo que se diferenciará en el mobiliario. Más de uno camina por la vida con su interior vacío; algo así como darse un paseo por el supermercado sin llenar el carro, como presumiendo de carro bonito… Pues no creo que nadie pueda presumir de seso vacío o, por mejor decir, de interior vacío. Es como reír supinamente de ignorancia.

Por el contrario, he podido observar (nadie suele impedir echar una ojeada a la realidad, aunque sea en la esfera de lo privado) que las personas interesadas, preocupadas más bien, por su interior van en crecimiento (más cualificativo que numérico). Me alegro por ellas. Y por mí. Formamos sin saberlo un colectivo anónimo pero consciente de la realidad que nos rodea; que no es pedir poco. A partir de esa lectura personal, elaboramos un modo de relacionarnos con ella, establecemos un código tácito de comunicación con los elementos diversos de que está compuesta esa realidad leída (alguien los llamaría “efectivos”, pero resulta que muchos son inefectivos, así que dejémoslo en elementos). Tras el modus comunicandi esencial para el buen funcionamiento interno, estas personas abordamos ciertos asuntos trascendentales, que por la misma palabra ya se entiende adónde nos llevan: nos trasladan a lo trascendente, nos abren la puerta de la aparente cárcel de lo inmanente para tender un puente a lo infinito, aunque no como el de Richard Bach.

La experiencia vale la pena, porque no hay pena en vivir, sino intensidad de las vivencias, frutos de la vida, que se archivan en nuestra memoria como “penas” o “alegrías” o también “asuntos intrascendentales” (estos últimos quedan al fondo de la red del conocimiento humano, y a veces es difícil de sacarlos de allí). En fin, si hiciera falta hacer publicidad del interior, la haría. Pero él solito se basta y se sobra. Ya lo podemos imaginar…

El ambiente no ayuda para realizar este viaje “al centro de la tierra humana”, por parafrasear el título del futurólogo Julio Verne aunque matizándolo: no la terrestre exterior, sino la humana interior. Pasamos de la tierra al hombre, del barro sin forma a lo formado con barro. Podría calificarse como un nuevo Renacimiento, un nuevo humanismo. Tal vez. No soy experto en calificativos. Que lo pongan los que más saben de ello.

(Por cierto, lugar y fecha se me olvidaron en el cajón. Lo abro. De Madrid a Valencia, en autobús, desde las siete a las siete cuarenta y uno de la tarde; bueno, cuarenta y dos. Cómo pasa el tiempo.)

Me alegro de dialogar conmigo mismo. Me siento, más que flex, heredero de una grandísima tradición monológica en la humanidad, en la historia del hombre. Pensadores, artistas, místicos, escritores, navegantes, científicos, trabajadores, viajeros y un sinfín de especialistas en el diálogo interior, principalmente prácticos. Porque esto, como la gran mayoría de cosas, se aprende practicándolo, buceando en sus aguas profundas, hundiéndose y perdiendo el norte a veces (es casi necesario haberlo perdido para saber recuperar lo importante), pero siempre reencontrando el “Om” principal (como muestra Hermann Hess en su Sidharta), el punto de encuentro originario, algo así como un big bang de la humanidad interior. Allí todos nos encontramos, de allí partimos para recorrer las sendas particulares y hacia ese lugar imaginario nos volvemos al final de los tiempos. Todavía nos queda un buen trecho por caminar.


II

Va de confesiones. En serio; y de guasa. En directo; también en diferido. En privado; y en público. Por escuchas: legales... e ilegales. Por escrito: en general y, desgraciadamente, en concreto (ilegales por eso). Canónicas. Y literarias. Si de las primeras se publica (que se ha hecho), ilegal por hacerlo. Si de las segunda se calla, una posible joya futuramente antológica que pierde la humanidad (o tal vez un folio que aumente la densidad de la papelera, o unos minutos gastados en balde ante la pantalla del ordenador).

Zambrano escribió de ella: La confesión. Hoy se le recuerda. San Agustín la hizo... la hizo y después la escribió: Confesiones. Hoy no se le recuerda. Se salta de Aristóteles (que no la conoció) a Kant (que la practicó pero no escribió sobre ella). De un ignorante a otro. Ignorancia hay en no conocerla; ignorancia hay en, conociéndola (practicándola), no reflexionar sobre ella.

En nada se parecen Kant y Zambrano: él la practicó. De María se supone lo mismo, mas sobre ella escribió. Y él no. Sí se asemejan Zambrano y san Agustín: ella se siente heredera, eslabón de la tradición literaria que él si no creó sí lanzó a la fama editorial y a la reflexión humana. Kant no. Lejos está de san Agustín. No sé por qué los ponen de vecinos: Aristóteles, san Agustín (saltado) y Kant. Mucho hay que desenredar para colocar a todos entre estos dos. Y entre los dos primeros. Faena ya hecha, por cierto. No sé por qué la han de hacer otra vez; a no ser por ignorancia. Moraleja: Quien salta así en la historia es un ignorante, aunque no conozca... ni su ignorancia misma.

                 ˜       

Una confesión a modo de poema.

La voz, el sentido del
interior, la palabra
de lo profundo.

El hada de los sentimientos.
El vaporoso deseo y
el anhelo ahogado
de unión con el horizonte
de alcanzar a todos los hombres
de comunión totalizadora…

El Maestro mira. El Discípulo
quisiera hablar para desahogar
todos sus pensamientos, que
le arrastran por sendas ocultas
para la Luz,
le evitan la claridad y el
destello del mediodía,
le velan los sueños hondos de la
vida en oscuros temores,
miedos opacos y en deficientes
apreciaciones de los sentidos.

¿Por qué tal tormento cuando
la vida gime por darse?

¡Oh solitario, ten paciencia!

—¡Oh amigo, ven y mira:
no vives solo,
caminas acompañado!

Mi amigo, mi hermano
mi querido y gran desconocido,
voy a soñarte,
en este deseo de abrazarte.

Caminamos juntos,
sí,
ojalá caminemos unidos
en la eternidad.

No me preguntes por qué:
la incomunicación
la globalización
la incertidumbre
la cerrazón y el pesado
lastre de la destrucción…

Sabemos —y lo queremos,
lo anhelamos, lo soñamos—
que la vida es cosa de tres.

            *          *          *

Cuando el paisaje del
alma se ilumina el
pensamiento discurre como un
arroyo en crecida.


(Escrito en 2003.)

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