Escribo porque no sé qué hacer. Ni siquiera tengo un
programa desde el inicio. Tal vez, sí, escribir lo que llevo dentro o lo que me
venga en gana… sin demasiadas cortapisas (eso no significa ser vulgar).
Por qué. No sé.
Seguramente he de ocupar en algo mi pensamiento, mi mente,
mi capacidad mental de pensar. O la tengo menesterosa o no hay nada que hacer:
ella misma se lo toma a pecho y no para de funcionar todo el día (es decir,
toda la jornada: de sol a sol o de luna a luna, da igual).
Es curioso que el impulso de ser espontáneo y natural,
desenfadado, sea escribir algo vulgar (groserías, tacos, etc., que seguramente
he escuchado en las películas —diría films, que suena mejor (más esnob, estaba
pensando)— que he visto y escuchado —entendiendo que mirar y oír son anteriores
a éstas acciones y, por tanto, más superficiales, no necesitadas de mayor
atención— durante buena parte de la tarde). Me pregunto: “¿Por qué quedará esto
en la consciencia? ¿Por qué
sólo
esto? ¿Por qué
esto antes de otra
cosa? Quizás sea por lo llamativo, lo que atrae la misma atención que
normalmente vive descentrada o distraída o mariposeando de una a otra cosa…
Quizás, solo quizás.
Un párrafo y me paro. Pretendo pensar con más detención, más
cuidadosamente. Me doy cuenta en seguida del vocabulario que utilizo (a veces,
repetido; otras, muy usado, común). Yo mismo me corrijo a la vez que escribo.
Decido tomar esta expresión y no aquélla otra que iba a escribir. (La primera
autocorrección ocurre en el cerebro creativo, en el cerebro escritor. La
segunda tiene lugar en las manos que escriben con los dedos los dígitos
formando un mensaje inteligible o lo que es lo mismo capaz de la inteligencia
lectora. La tercera, pero no última, viene del aparato programado llamado por
vocación ordenador. Puede que se den otras correcciones —quité el auto-—;
podemos llamarlas externas, hasta aquí eran internas del emisor principal: del
escritor.)
Ahora que lo pienso, debería escirbir la fecha de hoy.
Legalmente es lunes 22 de septiembre de 2003 y ahora son las 03.23 horas del
reloj inferior del portátil donde escribo. Antes de escribir, por unos segundos
pensé en escribir a mano, mas como ya lo tenía encendido y el programa no usaba
tono romántico, melancólico o trascendental, decidí al cabo de esos instantes
que lo más efectivo y rápido era solucionar ese conato de problema —palabra
clave en Occidente (¿qué es, qué será Occidente?)— que se me planteaba al
inicio: escribir para quedarme tranquilo y dormir, irme a la cama sin pensar en
nada concreto (que me quitara el sueño o me lo impidiera). Eso, sencillamente,
no me apetecía, ya eran las dos y media pasadas, me habían instado a acostarme
(“ya ves, ¿para qué?”, me preguntaba cavilando una vez más), y no quería pasar
la próxima hora o fracción dándole vueltas mentales al asunto tonto y sin
trascendencia. Lo peor, supongo, es trascender aquello intrascendente o pararse
fuera de lo verdaderamente importante. No me gusta la tonadilla que deja, pero
prefiero escribir una opinión sucinta de lo que escribo a pararme a pensar algo
más y escribirlo de otro modo. A lo mejor no sé, no me da más la mollera o la
morella… (Lo dicho sobre la autocorrección sirve aquí para la autocrítica.
Puede ser que ésta haga a uno más independiente, libre, autosuficiente; esto
explicaría algo, aunque no todo.)
Más. Pero no sé qué. Tal vez sea mejor dejar aquí la
palabra.
La
extrañeza de lo inesperado.
La rareza
que causa la libertad.
El asombro
de lo inusitado,
El
reproche que ocasiona la originalidad.
La
curiosidad de lo nuevo
La novedad
de lo inusual
El estupor
ante lo auténtico.
Son los
frutos de la soledad.
I
No sé si al final habrá un “II”. Sencillamente, no lo sé.
Pero vayamos a ello. (En medio de la mirada ajena es difícil inspirarse…)
La vida pasa, va adelante, no torna, se esfuma; algunos la
recrean, otros la soportan, y otros más la olvidan. Lo que no tiene sentido
puede adquirirlo por diferentes cauces, pero siempre tendrá un sinsentido como
inicio. Me refiero a obviar la vida. Se vive o no se vive. Puede que alguno
añada: o se sobrevive. Bien; ésta es una forma subrepticia de vivir. Así que
volvemos a lo mismo. Embarazado, sí o no; medias tintas, para el tintero.
Lo llamativo puede distraer, pero no cambiar la vida. Si la
vida pasa, lo anecdótico, aquello que hoy llama la atención y mañana no, no
cuenta para nada. Por muchas copias que se venda, por muchas semanas que esté
en cabeza de listas. El “hoy” es elástico; puede ser un año, o más o menos.
Nuestro tiempo, sin embargo, está como revuelto, sin límites, sin puertas ni
cerrojos, sin seso que lo piense o lo prediga. Es como hablar de Europa sin
europeos (que es lo que se hace al eliminar las tradiciones religiosas de su
proyecto constitucional, por ejemplo). Pues eso. Y que se la den a otro.
Las posibilidades —“oportunidades”, las llama cierta firma
de grandes almacenes (son grandes por su estructura y pequeños por lo que
almacenan)— hay que cazarlas al vuelo. Si no, pasan volando y ciento mirando…
Pero hay posibilidades para todo tipo de necesidades. Posibilidades de trabajo,
de ascenso, de mejora social, laboral o económica. Puedo tener posibilidades
con fulano o con mengana, según me vaya el rollo. O bien, posibilidades de
ataque, de retirada, de reestructuración estratégica, etcétera. De
posibilidades, sí, señora, tenemos existencias. ¿Cuál quiere usted?
(Por cierto: no es futil pensar de vez en cuando. Es bueno
para la salud integral e integradora, por si alguien lo dudaba.)
¿Y las personas? ¿Dónde las dejamos? ¿Dónde las tenemos?
Depende. Depende del planteamiento de partida. Si usted es un hábil
comerciante, a gran escala pongamos por caso, sabrá bien que el capital humano
cotiza a la baja. Pocos, pero especializados. Pocos y controlados (en número),
pero llenos de conocimientos. Algo así como una elite de Einsteins en diminuto.
Por tanto, pocos y descontrolados; porque, ¿qué no puede hacer una mente que
piense? La verdad, es para pensar.
La fuerza de la historia es algo así como la fueza de la
costumbre: quien no tira es tirado por los otros. O por decir mejor: a quien no
tira del carro, lo tiran de él. Así de sencillo y así de tremendo. El caso es
que no hay muchos carros de los que tirar. Se van agotando. Era algo
previsible, ciertamente. Mas hay quienes no se convencen ni por las buenas,
oiga. ¡Hay que ver! “Lo que la democracia tiene que pasar”, me decía el portero
de casa. “Y lo que ya ha pasado”, añadía la señora del primero, que los setenta
ya no los cumple… Dejé a mis vecinos y al portero enfrascados en una diatriba
socio-política interesante, pero ya se me hacía tarde. Me dejó pensativo, de lo
cual me di cuenta en el autobús. Miraba por la ventana ensimismado y al paso de
un ejecutivo deslumbrante, caí en la cuenta de que mi parada se me había pasado
hacía cosa de media hora. Y el retraso iba a ser imperdonable.
Una vez llegué al laboratorio, me tomé mi tiempo para
preparar los accesorios del nuevo aparato que habían traído. No era fácil la
cosa. Llevaba adjunto su librito de instrucciones, como de costumbre, que no
consulté para nada, como de costumbre también. En fin, acabé por dejarlo e irme
a almorzar, según los cánones del acuerdo sindical que se establecieron el año
pasado.
Mis preguntas no tenían fin. Realmente, la solución a todas
ellas se me escapaba. Y eso me ponía nervioso. Hablaba con mis amigos
frecuentemente, escribía algún que otro ensayo para desfogarme y después lo
hacía trizas, todavía no sé por qué (cosas que nunca verán la luz pública; la
privada ya la vieron). Hasta que resolví desdoblarme y entablar un diálogo
fecundo con mi doble: mi yo con mi otro yo. Vamos, para esquizofrénicos. Pero
todo el mundo no es farolero, así que me sentí muy a gusto con mi nueva
profesión de varón esquizoide. Lo del laboratorio lo dejé, sólo me daba
quebraderos de cabeza y no me servía para mi nuevo trabajo, más aún, me lo
impedía con fuerza, porque no es lógico. Así que le di patatas fritas y al
contenedor. Ahora sí que iba a gozar de veras.
Vuelta a la normalidad, prosigo en mi intento personal de
intracomunicación o comunicación en el interior. (¡Ay!, palabra equívoca esa.)
Un interior es como otro, aunque supongo que se diferenciará en el mobiliario.
Más de uno camina por la vida con su interior vacío; algo así como darse un
paseo por el supermercado sin llenar el carro, como presumiendo de carro
bonito… Pues no creo que nadie pueda presumir de seso vacío o, por mejor decir,
de interior vacío. Es como reír supinamente de ignorancia.
Por el contrario, he podido observar (nadie suele impedir
echar una ojeada a la realidad, aunque sea en la esfera de lo privado) que las
personas interesadas, preocupadas más bien, por su interior van en crecimiento
(más cualificativo que numérico). Me alegro por ellas. Y por mí. Formamos sin
saberlo un colectivo anónimo pero consciente de la realidad que nos rodea; que
no es pedir poco. A partir de esa lectura personal, elaboramos un modo de
relacionarnos con ella, establecemos un código tácito de comunicación con los
elementos diversos de que está compuesta esa realidad leída (alguien los
llamaría “efectivos”, pero resulta que muchos son inefectivos, así que
dejémoslo en elementos). Tras el
modus
comunicandi esencial para el buen funcionamiento interno, estas personas
abordamos ciertos asuntos trascendentales, que por la misma palabra ya se
entiende adónde nos llevan: nos trasladan a lo trascendente, nos abren la
puerta de la aparente cárcel de lo inmanente para tender un puente a lo
infinito, aunque no como el de Richard Bach.
La experiencia vale la pena, porque no hay pena en vivir,
sino intensidad de las vivencias, frutos de la vida, que se archivan en nuestra
memoria como “penas” o “alegrías” o también “asuntos intrascendentales” (estos
últimos quedan al fondo de la red del conocimiento humano, y a veces es difícil
de sacarlos de allí). En fin, si hiciera falta hacer publicidad del interior,
la haría. Pero él solito se basta y se sobra. Ya lo podemos imaginar…
El ambiente no ayuda para realizar este viaje “al centro de
la tierra humana”, por parafrasear el título del futurólogo Julio Verne aunque
matizándolo: no la terrestre exterior, sino la humana interior. Pasamos de la
tierra al hombre, del barro sin forma a lo formado con barro. Podría
calificarse como un nuevo Renacimiento, un nuevo humanismo. Tal vez. No soy
experto en calificativos. Que lo pongan los que más saben de ello.
(Por cierto, lugar y fecha se me olvidaron en el cajón. Lo
abro. De Madrid a Valencia, en autobús, desde las siete a las siete cuarenta y
uno de la tarde; bueno, cuarenta y dos. Cómo pasa el tiempo.)
Me alegro de dialogar conmigo mismo. Me siento, más que
flex, heredero de una grandísima tradición monológica en la humanidad, en la
historia del hombre. Pensadores, artistas, místicos, escritores, navegantes,
científicos, trabajadores, viajeros y un sinfín de especialistas en el diálogo
interior, principalmente prácticos. Porque esto, como la gran mayoría de cosas,
se aprende practicándolo, buceando en sus aguas profundas, hundiéndose y
perdiendo el norte a veces (es casi necesario haberlo perdido para saber
recuperar lo importante), pero siempre reencontrando el “Om” principal (como
muestra Hermann Hess en su
Sidharta),
el punto de encuentro originario, algo así como un
big bang de la humanidad interior. Allí todos nos encontramos, de
allí partimos para recorrer las sendas particulares y hacia ese lugar
imaginario nos volvemos al final de los tiempos. Todavía nos queda un buen
trecho por caminar.
II
Va de confesiones. En serio; y de guasa. En directo; también
en diferido. En privado; y en público. Por escuchas: legales... e ilegales. Por
escrito: en general y, desgraciadamente, en concreto (ilegales por eso). Canónicas.
Y literarias. Si de las primeras se publica (que se ha hecho), ilegal por
hacerlo. Si de las segunda se calla, una posible joya futuramente antológica
que pierde la humanidad (o tal vez un folio que aumente la densidad de la
papelera, o unos minutos gastados en balde ante la pantalla del ordenador).
Zambrano escribió de ella:
La confesión. Hoy se le
recuerda. San Agustín la hizo... la hizo y después la escribió:
Confesiones.
Hoy no se le recuerda. Se salta de Aristóteles (que no la conoció) a Kant (que
la practicó pero no escribió sobre ella). De un ignorante a otro. Ignorancia
hay en no conocerla; ignorancia hay en, conociéndola (practicándola), no
reflexionar sobre ella.
En nada se parecen Kant y Zambrano: él la practicó. De María
se supone lo mismo, mas sobre ella escribió. Y él no. Sí se asemejan
Zambrano y san Agustín: ella se siente heredera, eslabón de la tradición
literaria que él si no creó sí lanzó a la fama editorial y a la reflexión
humana. Kant no. Lejos está de san Agustín. No sé por qué los ponen de vecinos:
Aristóteles, san Agustín (saltado) y Kant. Mucho hay que desenredar para
colocar a todos entre estos dos. Y entre los dos primeros. Faena ya hecha, por
cierto. No sé por qué la han de hacer otra vez; a no ser por ignorancia. Moraleja:
Quien salta así en la historia es un ignorante, aunque no conozca... ni su
ignorancia misma.
Una confesión a modo de poema.
La voz, el sentido del
interior, la palabra
de lo profundo.
El hada de los sentimientos.
El vaporoso deseo y
el anhelo ahogado
de unión con el horizonte
de alcanzar a todos los hombres
de comunión totalizadora…
El Maestro mira. El Discípulo
quisiera hablar
para desahogar
todos sus
pensamientos, que
le arrastran
por sendas ocultas
para la Luz,
le evitan la
claridad y el
destello del
mediodía,
le velan los
sueños hondos de la
vida en
oscuros temores,
miedos opacos y
en deficientes
apreciaciones
de los sentidos.
¿Por qué tal tormento cuando
la vida gime
por darse?
¡Oh solitario, ten paciencia!
—¡Oh amigo, ven y mira:
no vives solo,
caminas
acompañado!
Mi amigo, mi
hermano
mi querido y
gran desconocido,
voy a soñarte,
en este deseo
de abrazarte.
Caminamos
juntos,
sí,
ojalá caminemos
unidos
en la
eternidad.
No me preguntes
por qué:
la
incomunicación
la
globalización
la
incertidumbre
la cerrazón y
el pesado
lastre de la
destrucción…
Sabemos —y lo
queremos,
lo anhelamos,
lo soñamos—
que la vida es
cosa de tres.
* * *
Cuando el paisaje del
alma se ilumina el
pensamiento discurre como un
arroyo en crecida.
(Escrito en 2003.)