Algunos dicen: “Teresa es genial, su prosa, su entusiasmo,
su pasión…, pero Juan de la Cruz me parece bastante oscuro de entender”. Otros
dicen: “Juan de la Cruz es el mejor director espiritual que he encontrado
jamás, leo y releo sus obras y me ayuda a caminar por las sendas del espíritu;
pero con Teresa de Jesús y sus frases intercaladas me hago un lío, comienzo y
al rato ya no sé cómo seguir”. Parece, pues, que el estilo de una estuviera
enfrentado al del otro. O, por más decir, el modo de comunicar (y aún lo
comunicado, su contenido) de la primera fuera opuesto al del segundo. ¿Es tal
intuición verdadera? Me parece que no. Igual que los cuatro evangelistas
completan el único “Evangelio de Jesús”, así la Santa y el Santo son dos voces
complementarias (aunque diferentes, ciertamente) de la misma palabra y único
espíritu comunicado por el Señor al Carmelo Teresiano y, desde él, a toda la
Iglesia y a toda la Humanidad. Solo hace falta tener en cuenta algunas notas
características del modo y del estilo de una y de otro, para poder «entender
estas verdades», cosa que repite mucho la Santa y en lo que pone gran empeño en
sus obras. Pongámoslo nosotros también.
Teresa fue mujer. Y tuvo un temperamento arrollador; una
pasión que encendió a muchos, la mayoría de los que se cruzaban con ella, en el
amor a Dios. Teresa no paró (en su tiempo le dijeron:
inquieta y andariega): multiplicó sus fundaciones de monjas (y aún
de frailes) por toda España. Teresa, como mujer —aunque no fue madre natural sí
lo fue espiritual de sus hijas y de sus hijos— dio a luz una nueva familia. De
ahí su maternidad, nunca bien ponderada del todo. Como “mujer-madre”, ofrece en
sus escritos un camino “hacia dentro”, de instrospección, de diálogo interior,
de descubrimiento de la «gran capacidad» propia y del don de Dios que hace a
las personas que se determinan a darse del todo… Teresa escribió, precisamente,
el
Castillo interior; interior, no
exterior; aunque se dio mucho a lo exterior, por las circunstancias que le
rodearon en su faceta de fundadora. De la morada más externa se camina a la más
interna. El profesor López Quintás, catedrático en estética y personalista, ha
repetido en sus obras un estribillo que yo desearía aplicar ahora a la Santa:
hacer de lo externo, exterior y ajeno, algo interno, interior e íntimo. Dios
está y sólo hace falta descubrir que está; «buscarme has en ti; buscarte has en
mí», entendió la Santa que le decía el Señor; y en eso empleó sus esfuerzos y
lo quiso compartir con los que le rodeaban, entre ellos fray Juan de la Cruz.
Juan fue varón. Y tuvo un temperamento más reservado que
Teresa, no tan arrollador, sino más bien que dejaba el dulzor y la belleza del
trato íntimo con Dios en sus interlocutores. Se le ha pintado a veces, a Juan,
como hosco y huraño, casi inhumano para muchos; pero eso es sólo una caricatura
de la persona, no la imagen cierta de él. En el trato Juan de la Cruz era
cercano y afable, callado porque sabía escuchar, locuaz cuando lo deseaba (si
no, nunca hubiéramos sabido detalles de su vida privada que compartió no con
una sino con varias personas de su alrededor, frailes, monjas y algún seglar).
Juan era alegre, no taciturno; alegría moderada en público, más expresiva en el
claustro, sobre todo en las representaciones teatrales que se hacían (y él
fomentaba) sobre los diversos momentos de la vida de Jesús (la Navidad, la
Pasión…). Juan fue andariego, tanto o más que Teresa; Juan es el cofundador, el
coadjutor, el ayudante de Teresa en esa labor fundadora, tanto de monjas como
de frailes, en cuyas crónicas dejó manuscritas las palabras iniciales de las
actas de fundación. Juan caminó mucho, pero se retiró mucho también; lo vemos
en la Peñuela, uno de los ‘desiertos’; vemos a Juan disfrutar de ese retiro y
escribir en pocos días, por ejemplo, el libro de
Llama de amor viva. Contrastando aparentemente con esa interioridad
buscada y gozada, escribe cosas sorprendentes en su
Cántico espiritual, cosas que pudo ver (
gamos saltadores, en la sierra de Cazorla, por ejemplo) y otras que
nunca llegó a ver (
leones); describe
acciones con tal agilidad y con tanta frescura que uno se imagina a Juan
realizando lo que escribe:
«A las aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores,
montes, valles, riberas,
aguas, aires, ardores,
y miedos de las noches
veladores».
Y en parte sí que lo hizo, pero quizá no tanto. También es
incontestable su «salir» constante: «salí sin ser notada». O incluso: «volé tan
alto, tan alto, / que le di a la caza alcance». Y voló muy alto, lo más que
conocemos; y, sin embargo, no murió en pleno vuelo, en plena misión, sino habiéndose
retirado a la Peñuela y habiendo ido a curarse a Úbeda unas
calenturillas que lo postraron en cama,
aunque con el deseo de haber marchado a las Indias occidentales, que luego se trocarían
en las Indias celestiales.
Teresa y Juan. Dos grandes genios. El uno, mujer; el otro,
varón. Una, interiorizadora e introspectiva en sus escritos y extrovertida en
su vida; otro, exteriorizador (para luego ser interiorizador) en sus escritos e
introvertido en su vida; una, mayor, otro, joven; una, experimentada capitana,
otro, experimentado padre de su alma, «muy mi padre»; una, desbordante de
palabras, otro, sobreabundante en las explicaciones. Recopilando las
contraposiciones, podríamos decir que finalmente resultan complementarios. Y
gracias a Dios que lo son, porque si dijeran absolutamente lo mismo resultaría
repetitivo; y si expresaran modos totalmente opuestos, habrían creado excesiva
confusión en los lectores.