Teresa fue mujer. Y tuvo un temperamento arrollador; una pasión que encendió a muchos, la mayoría de los que se cruzaban con ella, en el amor a Dios. Teresa no paró (en su tiempo le dijeron: inquieta y andariega): multiplicó sus fundaciones de monjas (y aún de frailes) por toda España. Teresa, como mujer —aunque no fue madre natural sí lo fue espiritual de sus hijas y de sus hijos— dio a luz una nueva familia. De ahí su maternidad, nunca bien ponderada del todo. Como “mujer-madre”, ofrece en sus escritos un camino “hacia dentro”, de instrospección, de diálogo interior, de descubrimiento de la «gran capacidad» propia y del don de Dios que hace a las personas que se determinan a darse del todo… Teresa escribió, precisamente, el Castillo interior; interior, no exterior; aunque se dio mucho a lo exterior, por las circunstancias que le rodearon en su faceta de fundadora. De la morada más externa se camina a la más interna. El profesor López Quintás, catedrático en estética y personalista, ha repetido en sus obras un estribillo que yo desearía aplicar ahora a la Santa: hacer de lo externo, exterior y ajeno, algo interno, interior e íntimo. Dios está y sólo hace falta descubrir que está; «buscarme has en ti; buscarte has en mí», entendió la Santa que le decía el Señor; y en eso empleó sus esfuerzos y lo quiso compartir con los que le rodeaban, entre ellos fray Juan de la Cruz.
Juan fue varón. Y tuvo un temperamento más reservado que Teresa, no tan arrollador, sino más bien que dejaba el dulzor y la belleza del trato íntimo con Dios en sus interlocutores. Se le ha pintado a veces, a Juan, como hosco y huraño, casi inhumano para muchos; pero eso es sólo una caricatura de la persona, no la imagen cierta de él. En el trato Juan de la Cruz era cercano y afable, callado porque sabía escuchar, locuaz cuando lo deseaba (si no, nunca hubiéramos sabido detalles de su vida privada que compartió no con una sino con varias personas de su alrededor, frailes, monjas y algún seglar). Juan era alegre, no taciturno; alegría moderada en público, más expresiva en el claustro, sobre todo en las representaciones teatrales que se hacían (y él fomentaba) sobre los diversos momentos de la vida de Jesús (la Navidad, la Pasión…). Juan fue andariego, tanto o más que Teresa; Juan es el cofundador, el coadjutor, el ayudante de Teresa en esa labor fundadora, tanto de monjas como de frailes, en cuyas crónicas dejó manuscritas las palabras iniciales de las actas de fundación. Juan caminó mucho, pero se retiró mucho también; lo vemos en la Peñuela, uno de los ‘desiertos’; vemos a Juan disfrutar de ese retiro y escribir en pocos días, por ejemplo, el libro de Llama de amor viva. Contrastando aparentemente con esa interioridad buscada y gozada, escribe cosas sorprendentes en su Cántico espiritual, cosas que pudo ver (gamos saltadores, en la sierra de Cazorla, por ejemplo) y otras que nunca llegó a ver (leones); describe acciones con tal agilidad y con tanta frescura que uno se imagina a Juan realizando lo que escribe:
«A las aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores,
montes, valles, riberas,
aguas, aires, ardores,
y miedos de las noches veladores».
Y en parte sí que lo hizo, pero quizá no tanto. También es incontestable su «salir» constante: «salí sin ser notada». O incluso: «volé tan alto, tan alto, / que le di a la caza alcance». Y voló muy alto, lo más que conocemos; y, sin embargo, no murió en pleno vuelo, en plena misión, sino habiéndose retirado a la Peñuela y habiendo ido a curarse a Úbeda unas calenturillas que lo postraron en cama, aunque con el deseo de haber marchado a las Indias occidentales, que luego se trocarían en las Indias celestiales.
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