¿Se puede escribir en una cafetería de aeropuerto,
en el barullo pomeridiano, con estrépito continuo, toses, charlas, ruidos
mecánicos, trasiego de futuros pasajeros, portátiles inoportunos, risotadas e
impaciencias, niños deglutiendo papilla, guapos y guapas melosos y
ensimismados, medias parejas atentas al entorno o queriendo rememorar algún
acontecimiento conyugal, amigos que vienen y que también van, cafeses y tés,
helados y gafas perdidas, temores e inhibiciones sociales, y algún que otro
solitario como yo? No sé si es posible escribir en una situación como la
descrita, mas intento hacer la prueba —quien no la busca, nunca paladea el
gusto—.
De frente a mí, el trajín
aéreo y terrestre, una maraña de acciones previstas y espontáneas que
acrecientan el interés de los anónimos espectadores desde el “gran café” (así
lo han querido intitular). Debajo de los folios plegados en que escribo, verde
(original) sobre blanco no reciclado (pero sí reutilizado), se halla Le Monde Diplomatique, un mensual de
rotativa clásica pero diferente: democrático, “ciudadano (citoyen)”, independiente (¿de qué o de quién?), cercano al lector
francés y al aprendiz del galo (como un servidor).
El niño acabó su papilla y
se fue. Yo hago lo mismo, aunque mi helado desapareció hará más de una hora...
En estos momentos me enfilo por el pasillo móvil hacia ese nuevo artefacto que
misteriosamente (para el profano en física) se atreve con la bóveda
herculiana... Y continúo escribiendo una vez aterrizada semejante máquina en
tierra española, catalana para mayor precisión. El cambio fue bueno: la huelga
que puso en marcha mi compañía inicial me ofreció sin proponérselo un viaje más
cómodo y seguro, si cabe; más “ibérico”, más nuestro... Son sentimientos un
tanto patrióticos pero normales si se tiene en cuenta el año entero sin ver,
respirar, tocar y sentir la atmósfera peninsular.
Descargado y recogido el
equipaje, me acomodo en el ferrocarril regional preestablecido, el único que
acerca a los aeropasajeros al mismo centro de la ciudad condal. Poco rumor, por
ahora, pero no paran de vocear a mi lado un gracioso castellano con acento
semejante al levantino... y así no logro concentrarme. Escucho, pues, y me
entretengo sin poder escribir.
Escrito entre el aeropuerto de Fiumicino (Roma) y la estación de Sants (Barcelona), en julio de 2000 (volviendo del Colegio Teológico Internacional OCD de Roma, a Valencia, España)
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