La noche entrada
Desierto de
Las Palmas, 15-9-95
El día finaliza, otro nuevo alborea. El viejo queda en el
recuerdo sumándose a la experiencia. Las luces parpadean débilmente al calor de
la bruma costera cuando la medianoche es traspasada. Y las estrellas anuncian
la matinera hondonada de luz que el sol, unas horas después, derramará por
entre las piedras naturales y las que son útiles; diminutas, casi invisibles
posan de aquí allá los opúsculos luminosos que cubren nuestra techumbre en la
lejanía; esos quinqués sostenidos por el abuelo, al cual le tiembla la llama
externa, que se mantienen nadie sabe por qué fuerza extraña que los sujeta arriba, donde apenas podemos
avisarlos; quizá sea esa la razón de su tintineante movimiento en su inmensa
bóveda de naranja entera (desconocemos su principio así como su término); sin
duda, las perlillas perdidas de Poseidón se fugaron de las lindes
jurisdiccionales, en tanto que del mar hubieron abandonado su hábitat continuo
al transformarlo en otro gran río, ahora sin agua, asiéndose a los largos
tendones convergentes, venideros de los confines insospechados de todo eso que
llamamos “cielo”. Verdaderamente maravilloso.
(me hace gracia y ternura a la vez leerme en un texto de hace casi 20 años, que nunca pensé entonces que podría publicar en un blog, claro, y que, con todo, tiene su gracia ponerlo aquí, ahora, como meditación nocturna, a orillas del Mediterráneo...)
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